Nos hacemos viejos.
No hay peor vejez que la de los veinte años. Las canas nacen hacia dentro, reptan entre la piel y los músculos, a veces salen a la superficie como delfines que saltan por última vez, luego se clavan. Como la impotencia de quien confía su vejez al tiempo. Esas canas se enredan en los pulmones y el corazón. Algunos lloran con sus caricias, con su abrazo delgado. Otros agachan la cabeza y ya no la levantan más. No more. Aprenden a vivir con esas fibras que tienen un poco de rencor y un poco de aburrimiento. Aprenden a vivir con ellas anudadas en cada nervio. Te miran de reojo, los que viven así. Miran sospechando que cualquier día esas canas saldrán a la luz. Que todos sabremos lo viejos que son. Lo viejos que se están haciendo. Todos veremos esos pelos blancos confundidos contra un fondo que también es blanco. Y serán y seremos viejos. Y nos haremos un poco más viejos. De los peores. Con veinte años.
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