Me encontré a un niño
que pintaba en una habitación pequeña con forma de esfera cerrada.
En una mano llevaba una paleta con machas de colores grandes como
cubos, y en la otra un pincel fino que dibujaba trazos de un grosor
imposible. El niño deslizaba su bracito con dejadez y pintaba en la
pared líneas continuas e infinitas, sin alzar nunca el pincel.
Recorría con pintura aquella cúpula integral y diminuta, esa
habitación de perspectivas circulares que en principio era negra y
que poco a poco, progresivamente y sin descanso, se iba tiñendo de
colores alegres y diferentes, tonalidades que variaban extrañamente
sin que las cerdas dejasen de acariciar el yeso. Hubo un clímax de
colores entrelazados que convivieron un soplo de tiempo con la
tiniebla. Vi aquel espacio desde dentro y desde dentro lo vi por
fuera, lo pensé como un huevo totalmente esférico o una canica
grande que alguna vez encerré en mi puño. Fui consciente de que no
había puertas. Vi que el niño se hacía viejo y supe que de algo
joven puede nacer algo muy antiguo. Los trazos de colores se
enmarañaron y se anudaron entre sí, iluminándose, olvidando en un
pasado remoto la definida ausencia de color. Diles que me voy, me dijo, que ya todo es blanco.
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