Un espectáculo breve: La ragazza indicibile -La chica indecible, innombrable, acaso indescriptible-, una obra contemporánea que buscaba representar el mito de Perséfone, Koré, «que es la vida en tanto que no se deja decir». Una mezcla de teatro y danza, movimientos arrítmicos que quizá en su momento no supe apreciar. Una protagonista escuálida que convulsionaba su figura entre cortinajes de tiras blancas, fuertemente iluminadas, y un conjunto de nueve negras que sólo sirvieron para hacernos ver que aquello estaba terminando. Saludaron las espectatrices -que para mí son quienes se ocupan de un espectáculo «moderno» y difícil de clasificar-, y se cerró el telón tras aquellos cuarenta y cinco minutos escasos de posmodernidad cuasi pornográfica, seudointelectual y algo sicodélica. Pensé solamente en la espectatriz protagonista: la peluca espesa y rubia, el vestido blanco, la luz blanca, la delgadez extrema, la desnudez extrema, [se apaga la luz], [se enciende la luz], el vestido rojo, el cuello alto, las mangas al codo, los ojos grises, [se apaga la luz], [se enciende la luz], las bragas grises, la piel blanca, las costillas claras, los pechos pequeños, las rodillas rosas, las rodillas duelen. Y sus rodillas eran rosas por los golpes contra la tarima del escenario, por ese arrastrarse compulsivo y lunático con que pretendía simbolizar el descenso a los abismos, el matrimonio odiado, la separación de la madre, la chica inclasificable -né figlia, né madre, né vergine, susurraba una voz en off siseando las eses del italiano y conjurando misterios en griego-. Ya en el recibidor del teatro pensé en ella y me paré en seco, di media vuelta y entré silencioso en los camerinos, encontré el suyo -supe cuál era porque no tenía cartel. La chica indecible- y llamé con golpes inseguros. Me abrió con demasiada confianza, envuelta en una toalla, quizá esperando a otra persona. No nos dijimos nada y entré, clavó sus ojos grises en mi nuca mientras me internaba en su intimidad como un soplo de aire, me giré para mirarla y partí sus labios con un dedo silenciador. Lo entendió todo y dejó caer la toalla, brillando la claridad de sus costillas a través de la piel, bajo las bombillas blancas del tocador. Sus pechos eran tan diminutos como en escena, apenas erguidos por el frío -quizá los nervios. La atraje bruscamente y sentí los músculos de su espalda, los nervios de la danza en las dos columnas férreas de sus lumbares, la besé con violencia y sentí en mi pecho el roce de los pezones de quien de verdad era: Koré, diosa del inframundo. Hicimos el amor sin amor ni teatro, sólo el tocador y sus piernas blancas y flacas sobre mis hombros. No dijo ni una palabra y pensé que sería todo silencio hasta que la escuché gemir. Un gemido abismal, como gimen las diosas de piel y huesos y poca carne. Los ojos grises. Terminé con ella y le mordí los labios, la miré a los ojos y cerré por fuera. Pero ésto sólo lo pensé, y luego me dolió el tan solo haberlo pensado. En realidad salí sin entender nada, pero satisfecho porque aquel espectáculo extraño me había hecho pensar, obligándome a sacar mi cuaderno cuando la música fuerte atenuaba el ruido y la luz blanca me dejaba tomar apuntes. Salí del teatro y nevaba. Caminé sin cubrirme para ver los copos al trasluz de las farolas, una nieve muy fina que se dejaba arrastrar por el viento, nieve arremolinada, pareciendo que en vez de caer subía. Y llegué a casa después de mil rodeos, el borde de los párpados encarnado por el frío y los labios amargos por no haber entendido, por no haberme atrevido a buscar esa puerta sin cartel, ese cuerpo indecible.
Firenze, febbraio 2012
Firenze, febbraio 2012
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Fotografía de Ludmila Foblova |
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