"El progreso de un artista es un continuo autosacrificio, una continua extinción de la personalidad". T. S. Eliot

sábado, 8 de noviembre de 2014

Manifiesto posible, probable, precario, temporal y provisional de la postmodernidad, o de cómo aprender a vivir en subjuntivo

No estoy seguro (aunque, por otra parte, nunca estoy seguro de nada), pero creo que es algo generacional. Mi padre todavía habla de que La cultura limita nuestra creatividad, de que El sistema nos obliga a seguir un camino predeterminado, de que La autoridad nos infunde miedos injustificados, de que Los medios de comunicación nos engañan, de que El poder nos explota, de que Los bancos se aprovechan de los más débiles, de que La educación constriñe al estudiante, de que La pedagogía castra las posibilidades del niño, de que Ellos nos quitan la alegría. Mi madre se queja de que El estado nos reprime, de que La publicidad moldea nuestros hábitos, y mi abuela, por su parte, aún dice que La televisión lo anuncia o que Los médicos lo recomiendan, que en Las noticias han dicho tal cosa o que en El periódico dicen tal otra. Ellos, de alguna manera, no sienten la humedad densa y el olor penetrante de un todo fangoso que se expande desde dentro como una enfermedad terminal que no duele, que no avisa. No sienten la tirantez agria de la cicatriz que nos une y que trata de desgarrarse en vano antes de que el barco se hunda. No estoy seguro (aunque, por otra parte, nunca estoy seguro de nada), pero creo que es algo generacional. Mi padre, como quizá también mi madre y mi abuela, como Steiner, dirá: nos venden ruido, mientras que yo, seguramente (aunque, por otra parte, nunca estoy seguro de nada), diré: compramos ruido.
Una niña se pasea por la orilla del río tirando pan a los patos. Lo hace con rabia porque ninguno le hace caso. Los patos hacen cosas de patos, buceando sin mojarse. Cuándo podré yo salir a la calle sin que el aire me toque, se preguntaba la niña, con rabia.

martes, 3 de junio de 2014

en blanco

No sucede siempre. Hay veces que lo ves venir y viene. Otras no.
     Cuando viene volando como un pájaro invisible necesita de tu cuerpo, de tu fuerza bruta de persona enferma como todo ser viviente (¿viviente?). Lo agarras fuerte y quieres darle vida. Quieres dársela, de verdad, pero sólo lo arañas y lo sueltas. Eres amable porque no hay brusquedad en tus acciones. Nada sucede de improviso, cuando lo ves venir. Ves que viene, lo recibes a sabiendas de que no lo dejarás quedarse, te despides y el pájaro vuela. Te repites siempre que ojalá vuelva (¿y si no vuelve?), y te masturbas mente sexo blanca hoja. Que no vuelva, piensas, valiente. Y te masturbas mente sexo blanca hoja.

lunes, 2 de junio de 2014

Paquito el Bravo

Paquito ha salido a la calle. Paquito se siente un héroe. Paquito escucha música en sus grandes auriculares conectados a su  diminuto reproductor de música. A Paquito la música le motiva. Hay días, como ese día, en que la música muy alta hace que Paquito se sienta un héroe. Paquito se siente capaz de correr más rápido que nadie. Paquito se siente capaz de conquistar a cualquier mujer. Paquito se siente sexy, escuchando su música. Paquito se siente capaz de vencer a cualquiera en una pelea. Paquito está bravo. El sol, la música, sexy. Paquito se siente capaz de bajar un gato de cualquier árbol. La forma de caminar, la música, bravo. Paquito se siente capaz de salvar a un niño de debajo de cualquier menhir. Paquito, la música, héroe. Paquito se siente capaz de sacar a una vieja de cualquier edificio en llamas. A Paquito la música le motiva. El sol y la música le dan fuerzas a Paquito, que se siente inmortal. Paquito mira a la gente por encima del hombro, detrás de las gafas de sol, sexy, bravo, con detenimiento. Paquito se siente admirado, escuchando su música. Paquito se siente capaz de cantar y bailar como el que más. Paquito es un toro a ritmo de funk. Paquito se siente flotar por la acera, mirando a los ojos de la gente. Paquito siente que la gente, hoy, lo admira. Hay días, como ese día, en que la música muy alta hace que Paquito se sienta un héroe. Paquito, un héroe, un cruce, un camión.

sábado, 31 de mayo de 2014

Pussy Time 1


Hay una niña que se la chupa a Paul Auster. Al detective. Se llama Carlota. Lleva el pelo tintado de rojo, un rojo oscuro casi negro. A veces va en coche, en un coche que es siempre de otro. Otras veces, cuando se piensa poeta y sueña que acaricia el cielo, monta en bicicleta. Flota por la ciudad apartando con el pelo al viento las nubes negras de dióxido de carbono. El color de sus ojos no importa, tampoco su relación con Paul Auster. 
    Anoche pude verla a través del hueco de la cerradura (intenten mirar por el hueco de una cerradura). No vi bien qué estaba haciendo, la vi moverse, viva. Recogió un pantalón del suelo, unas bragas, escondió unos zapatos de tela de colores debajo de la cama. Luego vi que se sentó, en la cama, y leyó en voz alta un poema de César Vallejo, pero esto me lo inventé, claro. Quizá imploraba al cielo una bicicleta nueva, o repetía para sí misma una frase que había oído en la calle y que se había propuesto recordar. Me gustó esta idea, la de escuchar una frase y no escribirla y caminar y seguir caminando y llegar a un sitio que puede ser tu casa y seguir repitiéndote la frase para no olvidar. Quizá Carlota no quisiera olvidar esa frase, aunque quién sabe (intenten mirar por el hueco de una cerradura). 
     Ahora, con el paso de los siglos, creo que esa frase era un poco ella. Un poco olvido. Un poco estar en el aire y en la luz, para volver a Peter Stillman o a cualquier otro. 
     Carlota viaja mucho. Es curioso que nunca lleva un mapa, y siempre una especie de bufanda de color rojo, un rojo oscuro casi negro. Casi nunca saca las manos de los bolsillos y me resulta inquietante que alguien con unas manos tan bonitas no las saque nunca de los bolsillos, convirtiendo unas manos bonitas en dos bultos amorfos del color que sea. Del color de un abrigo que igual es verde o amarillo o negro claro, aunque la bufanda siempre sea la misma. 
     La cerradura de Carlota es fría, cuando uno mira a través de ella. Esforzándome, vi dos pies delgados, de dedos cortos y uñas muy bien pintadas (esforzándome). Los vi frotarse mutuamente, como dos gatos, como dos peces en el agua, como dos cucharadas de mermelada. La planta de un pie acariciaba unos dedos que acariciaban la planta de un pie. El color de las uñas no importa, tampoco su relación con Paul Auster. Importa (a mí me importa) su mano dentro del pantalón vaquero. Importa el botón abierto, el elástico de la ropa interior muy tenso y los dedos tensos de la mano tensa también tensos. A mí me importa el abrazo de los pies que vi a través de la cerradura. Sólo dos pies desnudos, lo demás era camiseta y vaqueros sin botón. La mano tensa dentro del pantalón vaquero. El bulto amorfo de una mano bonita moviéndose tensa (a mí me importa). 
     La niña Carlota con lágrimas en los ojos cerrando los ojos abriendo los ojos y la mirada al techo. En la cama Carlota y en la cama un libro. Debajo de la cama unos zapatos de tela de colores. Pude ver cómo Carlota entraba en el aire y en la luz, con la tela blanca de las bragas tensa contra el metal de la cremallera. Se van a rasgar las bragas, pensé, esforzándome. Los pies siguieron bailando ese tango extraño de abrazo y soliloquio. No eran lágrimas el sudor. No era un poema de César Vallejo. 
     En frente de Carlota había un espejo, pero ella sólo miraba al techo. El espejo miraba la cama. Yo miraba a través del hueco de la cerradura lo que el espejo veía, o lo que el techo veía en el espejo. Anoche Carlota se metió la mano por dentro de los pantalones. Yo la vi (esforzándome). La otra mano agarraba con fuerza casi rabia el libro sobre la cama. La bufanda, la misma de siempre, dormía en el suelo como una serpiente de color rojo, un rojo oscuro casi negro. Las manos bonitas de Carlota sudaban lágrimas, que yo las vi. Carlota sudaba lágrimas, que yo la vi. Por qué las bragas tenían que ser blancas, por qué la cerradura de Carlota es tan fría (intenten mirar por el hueco de una cerradura). 
     En un momento dado (fueron muchos los momentos a lo largo de ese momento), los dos pies de Carlota se estremecieron en una abrazo confuso, apretado. Carlota abrió entonces los ojos y soltó con fuerza casi rabia el libro sobre la cama. Las uñas permanecieron pintadas y la mano dejó de arañarse con la cremallera. Esto pude verlo a través de la cerradura, esforzándome, aunque el color de sus ojos no importa, el título del libro no importa. Su relación con Paul Auster tampoco.

jueves, 22 de mayo de 2014

Al final siempre se mueren los otros

Ser imberbe me hace ser más yo que los demás. ¿Soy menos postmoderno? Los demás hombres se despiertan un día, se tocan la cara y son otros. ¿Las mujeres son más yo que los demás, o soy yo más mujer? ¿Acaso son más yo los otros, cuando se afeitan? Sólo sé que no soy nadie. Quién sabe. Puede que dentro de unos años me acabe creciendo la barba, y cuando llegue el día, como los demás, moriré otro.

Mother and Baby (1953), Elliott Erwitt

sábado, 10 de mayo de 2014

De pelos, rencor y aburrimiento

Nos hacemos viejos. 
No hay peor vejez que la de los veinte años. Las canas nacen hacia dentro, reptan entre la piel y los músculos, a veces salen a la superficie como delfines que saltan por última vez, luego se clavan. Como la impotencia de quien confía su vejez al tiempo. Esas canas se enredan en los pulmones y el corazón. Algunos lloran con sus caricias, con su abrazo delgado. Otros agachan la cabeza y ya no la levantan más. No more. Aprenden a vivir con esas fibras que tienen un poco de rencor y un poco de aburrimiento. Aprenden a vivir con ellas anudadas en cada nervio. Te miran de reojo, los que viven así. Miran sospechando que cualquier día esas canas saldrán a la luz. Que todos sabremos lo viejos que son. Lo viejos que se están haciendo. Todos veremos esos pelos blancos confundidos contra un fondo que también es blanco. Y serán y seremos viejos. Y nos haremos un poco más viejos. De los peores. Con veinte años.