"El progreso de un artista es un continuo autosacrificio, una continua extinción de la personalidad". T. S. Eliot

sábado, 31 de mayo de 2014

Pussy Time 1


Hay una niña que se la chupa a Paul Auster. Al detective. Se llama Carlota. Lleva el pelo tintado de rojo, un rojo oscuro casi negro. A veces va en coche, en un coche que es siempre de otro. Otras veces, cuando se piensa poeta y sueña que acaricia el cielo, monta en bicicleta. Flota por la ciudad apartando con el pelo al viento las nubes negras de dióxido de carbono. El color de sus ojos no importa, tampoco su relación con Paul Auster. 
    Anoche pude verla a través del hueco de la cerradura (intenten mirar por el hueco de una cerradura). No vi bien qué estaba haciendo, la vi moverse, viva. Recogió un pantalón del suelo, unas bragas, escondió unos zapatos de tela de colores debajo de la cama. Luego vi que se sentó, en la cama, y leyó en voz alta un poema de César Vallejo, pero esto me lo inventé, claro. Quizá imploraba al cielo una bicicleta nueva, o repetía para sí misma una frase que había oído en la calle y que se había propuesto recordar. Me gustó esta idea, la de escuchar una frase y no escribirla y caminar y seguir caminando y llegar a un sitio que puede ser tu casa y seguir repitiéndote la frase para no olvidar. Quizá Carlota no quisiera olvidar esa frase, aunque quién sabe (intenten mirar por el hueco de una cerradura). 
     Ahora, con el paso de los siglos, creo que esa frase era un poco ella. Un poco olvido. Un poco estar en el aire y en la luz, para volver a Peter Stillman o a cualquier otro. 
     Carlota viaja mucho. Es curioso que nunca lleva un mapa, y siempre una especie de bufanda de color rojo, un rojo oscuro casi negro. Casi nunca saca las manos de los bolsillos y me resulta inquietante que alguien con unas manos tan bonitas no las saque nunca de los bolsillos, convirtiendo unas manos bonitas en dos bultos amorfos del color que sea. Del color de un abrigo que igual es verde o amarillo o negro claro, aunque la bufanda siempre sea la misma. 
     La cerradura de Carlota es fría, cuando uno mira a través de ella. Esforzándome, vi dos pies delgados, de dedos cortos y uñas muy bien pintadas (esforzándome). Los vi frotarse mutuamente, como dos gatos, como dos peces en el agua, como dos cucharadas de mermelada. La planta de un pie acariciaba unos dedos que acariciaban la planta de un pie. El color de las uñas no importa, tampoco su relación con Paul Auster. Importa (a mí me importa) su mano dentro del pantalón vaquero. Importa el botón abierto, el elástico de la ropa interior muy tenso y los dedos tensos de la mano tensa también tensos. A mí me importa el abrazo de los pies que vi a través de la cerradura. Sólo dos pies desnudos, lo demás era camiseta y vaqueros sin botón. La mano tensa dentro del pantalón vaquero. El bulto amorfo de una mano bonita moviéndose tensa (a mí me importa). 
     La niña Carlota con lágrimas en los ojos cerrando los ojos abriendo los ojos y la mirada al techo. En la cama Carlota y en la cama un libro. Debajo de la cama unos zapatos de tela de colores. Pude ver cómo Carlota entraba en el aire y en la luz, con la tela blanca de las bragas tensa contra el metal de la cremallera. Se van a rasgar las bragas, pensé, esforzándome. Los pies siguieron bailando ese tango extraño de abrazo y soliloquio. No eran lágrimas el sudor. No era un poema de César Vallejo. 
     En frente de Carlota había un espejo, pero ella sólo miraba al techo. El espejo miraba la cama. Yo miraba a través del hueco de la cerradura lo que el espejo veía, o lo que el techo veía en el espejo. Anoche Carlota se metió la mano por dentro de los pantalones. Yo la vi (esforzándome). La otra mano agarraba con fuerza casi rabia el libro sobre la cama. La bufanda, la misma de siempre, dormía en el suelo como una serpiente de color rojo, un rojo oscuro casi negro. Las manos bonitas de Carlota sudaban lágrimas, que yo las vi. Carlota sudaba lágrimas, que yo la vi. Por qué las bragas tenían que ser blancas, por qué la cerradura de Carlota es tan fría (intenten mirar por el hueco de una cerradura). 
     En un momento dado (fueron muchos los momentos a lo largo de ese momento), los dos pies de Carlota se estremecieron en una abrazo confuso, apretado. Carlota abrió entonces los ojos y soltó con fuerza casi rabia el libro sobre la cama. Las uñas permanecieron pintadas y la mano dejó de arañarse con la cremallera. Esto pude verlo a través de la cerradura, esforzándome, aunque el color de sus ojos no importa, el título del libro no importa. Su relación con Paul Auster tampoco.

jueves, 22 de mayo de 2014

Al final siempre se mueren los otros

Ser imberbe me hace ser más yo que los demás. ¿Soy menos postmoderno? Los demás hombres se despiertan un día, se tocan la cara y son otros. ¿Las mujeres son más yo que los demás, o soy yo más mujer? ¿Acaso son más yo los otros, cuando se afeitan? Sólo sé que no soy nadie. Quién sabe. Puede que dentro de unos años me acabe creciendo la barba, y cuando llegue el día, como los demás, moriré otro.

Mother and Baby (1953), Elliott Erwitt

sábado, 10 de mayo de 2014

De pelos, rencor y aburrimiento

Nos hacemos viejos. 
No hay peor vejez que la de los veinte años. Las canas nacen hacia dentro, reptan entre la piel y los músculos, a veces salen a la superficie como delfines que saltan por última vez, luego se clavan. Como la impotencia de quien confía su vejez al tiempo. Esas canas se enredan en los pulmones y el corazón. Algunos lloran con sus caricias, con su abrazo delgado. Otros agachan la cabeza y ya no la levantan más. No more. Aprenden a vivir con esas fibras que tienen un poco de rencor y un poco de aburrimiento. Aprenden a vivir con ellas anudadas en cada nervio. Te miran de reojo, los que viven así. Miran sospechando que cualquier día esas canas saldrán a la luz. Que todos sabremos lo viejos que son. Lo viejos que se están haciendo. Todos veremos esos pelos blancos confundidos contra un fondo que también es blanco. Y serán y seremos viejos. Y nos haremos un poco más viejos. De los peores. Con veinte años.